Música dormida

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18 feb 2010

El suplicio del concertista

"Alerta siempre, eternamente inquieto, en constante tensión de espíritu, el concertista es un tipo muy interesante en su doble aspecto de sacerdote del ideal y obrero de un arte que se cotiza con regateos en los despachos de los managers. El concertista es una de tantas víctimas de la vida angustiosamente febril de las grandes ciudades. Débil esquife, el oleaje lo arroja y lo trae, lo sumerge y lo eleva; de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, va rodando durante los meses “de temporada” acechando el instante del transbordo en los trenes, contando los minutos en los andenes cubiertos de nieve, inquieto simples, en el ferrocarril, en el hotel, en la sala de conciertos… La tiranía del manager lo convierte en esclavo. ¡Ha perdido por un puñado de dólares! Si está cansado, sin ganas de tocar, contrariado por las mil pequeñeces que a diario destruyen –aunque sea brevemente- nuestra paz interior; si está disgustado o contento, triste o alegre, si experimenta la necesidad de alejarse de la multitud ígnara y abstraerse en el éxtasis del pensamiento, siempre encontrará ante sus ojos una mano sosteniendo un pliego de papel y un índice señalándole su firma al pie del funesto contrato".

Después de la tiranía del empresario, viene la tiranía del público. El concertista debe encontrarse siempre dispuesto, siempre en vena para deleitar a su auditorio; debe, asimismo, traducir las obras que interpreta con la precisión de una máquina –si de la parte técnica se trata- y desplegar las alas de su fantasía hasta alcanzar los límites de lo sublime, en lo que a la parte interpretativa se refiere. Mil ojos siguen ávidamente los movimientos de sus dedos sobre el teclado y el menor error es apuntado en el capítulo “cargos”. La multitud es cruel: goza con el sufrimiento de su víctima, ya sea ésta el torero herido en la plaza o el pianista angustiado frente a su instrumento. Todos los artistas, aun los más grandes, tienen sus días malos. Yo recuerdo con pena a desesperación de un concertista al terminar la primera parte de su programa: “¡No puedo tocar hoy! ¡Esto es un desastre!”, decía limpiándose las gruesas gotas de sudor que corrían por su frente y luchando por contener el llanto. Y, sin embargo, en el manager ni el público saben nada de esto: él que exige su ganancia, el otro quiere divertirse, y nada más.

Hay entre los concertistas tres diferentes categorías: en primer término está el mimado público, el artista del día; el semi-dios que, además de fama y gloria, tiene amplio crédito en los bancos; en segunda fila militan los de menor categoría, que son los más numerosos: artistas estimables que sostienen su reputación ayudados eficazmente por anuncios y crónicas mercenarios. Por último, vienen los de la tercera categoría: los debutantes; gente ingenua que espera ver abiertas en un instante las puertas de la riqueza y de la gloria. De las tres categorías citadas –claro está- la primera es la menos numerosa. Los dichosos artistas que la forman no viven bajo la tiranía de los empresarios: en un momento dado pueden romper contratos y recobrar la libertad interponiendo entre la ambición del empresario y sus propios caprichos, un pedazo de papel que los bancos convierten en un montón de oro.

En el corazón de estos próceres del arte, sin embargo, crece con los años, generalmente, la codicia. Y es cosa de asombrarse ver a los magnates de la música exponiendo su vida y su salud en viajes peligrosos para aumentar y satisfacer esa pasión roedora. En estos artistas se efectúa un fenómeno curioso: siendo el dinero el que los salva de la tiranía de los empresarios, la codicia se encarga de ponerles nuevamente el grillete.

Casi todos los “virtuosos” que constituyen la segunda categoría, son pobres o disfrutan de un discreto bienestar. Llegan a Norteamérica ansiosos de conquistar gloria y dólares (más dólares que gloria) y caen irremediablemente en las garras de los managers. La única ventaja que obtienen es la especie de moneda que ganan en este continente: mientras los empresarios de allá les pagan con francos, liras o marcos, de los de acá reciben dólares. Empero, para afianzar un contrato, ¡cuántas penas! ¡Cuántas abdicaciones vergonzosas ante el manager insolente, cómodamente instalado en un office, con el habano entre los labios! Un notable cellista belga, durante la guerra europea, prefirió tocar en una cervecería de Nueva York, antes de pasar por ese calvario. “Aquí nadie me conoce, me decía, y entre el chocar de los vasos y las brutales carcajadas de los hampones, no necesito dar nada de mi corazón, cumplo mi compromiso con la inconsciencia de un autómata”.

Los debutantes sin reputación europea, son los peces chicos en el mar de egoísmo de las grandes ciudades. “El recital, solía decir el manager de la Aeolian de Nueva York, es un negocio como cualquier otro. No basta aportar el talento o las aptitudes: es indispensable el dinero, el capital en efectivo”. El propietario de la sala de conciertos, el impresor, el fotógrafo, el manager, los periódicos, todos ganan con el recital de presentación; el único que no gana nada es el debutante.

Otro de los aspectos tristes de la carrera del concertista, es la poca honradez y la ignorancia con que los críticos musicales suelen juzgar su labor y su talento. No parece sino que por una maldición, debe encontrar en su camino, ya sembrado de espinas, la piedra punzante de la crítica malévola que lo hiere y ocasiona muchas veces su caída.

La crítica musical ejercitada generalmente por ignorantes o perversos, ha sida casi siempre, contraria al progreso del arte. Wagner, Rossini, Verdi, Brahms, Chopin… todos fueron zaheridos por el crítico (?) eternamente presuntuoso y ayuno de verdadera cultura musical. Y el tipo no ha desaparecido. A cada paso tropezamos con él, en diarios y revistas, ataviado con el ampuloso ropaje de una erudición falsa, dispuesto a modificar su criterio a la vista de un cheque al portador o ante el temor de perder el empleo.

El crítico mercenario abunda como la mala yerba. Y el concertista, de cualquier categoría que sea, tiene que soportar sus intemperancias y su estulticia.

Cierto redactor de un semanario musical neoyorkino confesaba poco tiempo ha -¡después de un cuarto de siglo!- que había atacado injustamente a Hans Von Bullow en una reseña escrita a propósito de los conciertos del gran pianista alemán en Nueva York. ¿Este arrepentimiento tardío habrá aquietado, al menos, la conciencia del crítico?

El cronista musical de “La Renomée” de París, escribía en 1819 a raíz del estreno del Barbero de Sevilla de Rossini: “… esa composición me ha parecido débil, incoherente, sin carácter, sin unidad…” ¡Sin carácter el Barbero! ¡Sin unidad, débil e incoherente la obra maestra de Rossini! Con cuánta razón decía Boileau: “la crítica es fácil; el arte ¡difícil!”

Empero, para el “virtuoso” serio y amante de su arte, más que las críticas injustas, más que el despotismo y la avaricia del manager, más que las molestias inevitables en los viajes continuos, más que la inoportunidad de los “admiradores”, el cambio de su arte libre en metier, de su ensueño en mercancía, se su alto sacerdocio en simple automatismo, debe constituir su más grande suplicio.

¡Cuántas veces recordará las horas de dulce intimidad, cuando tocaba desinteresadamente, por un secreto deseo de traducir por medio de las vibraciones sonoras el oleaje de sentimientos que brotaban tumultuosamente de lo más profundo de su ser! ¡Qué amarga, en cambio, la esclavitud aceptada voluntariamente, la obligación de traducir ante gentes extrañas y frecuentemente incultas, de las páginas más amadas, sin la emoción generadora de estremecimientos inefables, agobiado por repentina enfermedad o por momentánea incapacidad para mostrarse fiel intérprete de los grandes compositores!

Y a este suplicio no podrán escapar los concertistas mientras la necesidad o la ambición los arroje en la vertiginosa corriente de la vida moderna, llevándoselos de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, deleitando con su dolor, hasta que un día -¡Oh, Maud Powel!- la muerte les sorprenda en algún cuarto de hotel. Entonces llegará la suprema liberación.

Manuel M. Ponce

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