Música dormida

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Música dormida

25 feb 2018

El arte como expresión del dolor


El dolor. Esa fuente primaria de inspiración. 
El germen de la buena literatura, la chispa que encendió los grandes fuegos de tantos/as artistas a lo largo de la historia, la grieta en la que la belleza erige su hogar, y al mismo tiempo, dolor, puro y duro dolor. Un dolor que se instala en el alma, un dolor metafórico, por supuesto, y que sin embargo puede sentirse tan real como si una bruja maléfica nos pinchase el dedo con una rueca maldita. Quizá no sangramos, pero sí necesitamos exteriorizarlo, que se expanda, que cumpla un cometido, por qué no, una finalidad. Ya que nos duele, hagamos lo único que podemos hacer: darle forma, transformarlo en algo imperecedero, darle un sentido metafísico, literario, vital… Nuestro dolor, así, es un dolor compartido. ¿Quién no ha sufrido por amor? ¿Por la pérdida? ¿Por la muerte? ¿Por el olvido, la soledad, el vacío…? Temas universales que, sin embargo, se sienten tan individuales… Nuestro dolor es único, tan único que las grandes tragedias podrían construirse basándose en él –¿quién no lo ha sentido así alguna vez?–. Y al mismo tiempo nuestro dolor es el dolor del ser humano que sufre porque, ni más ni menos, vive.

Así, sintiéndonos únicos, en soledad, jugamos con las palabras para que expresen nuestro sufrimiento, para que lo expriman. Buscamos metáforas, nos entregamos al pincel, perseguimos alivio… (Me viene a la cabeza una frase de Sharif –poeta y compositor–: “Yo sólo encuentro alivio en el exilio de mi folio”). Porque quizá las metáforas no sanen, pero su magia –permitidme ponerme aquí un poco mística– consigue que crezcan flores en tierras aparentemente baldías. Su magia permite que las palabras rimen, y lloren, y se unan a otras, y formen sentidos y sinsentidos, y exploten emociones. Parece incluso que las metáforas consiguen que el dolor, momentáneamente, se rinda, encerrado, o quizá liberado, en lo inefable.

Y es que, al final, las metáforas lo son porque se basan en aquello que no podemos definir, aquello que es superior al lenguaje, aquello que nos arrastra, nos vapulea, nos convierte en ese Sísifo –¿feliz?– del que hablaba Albert Camus. Estamos en este mundo sin saber con qué propósito, ni qué camino seguir. Nos perdemos queriendo encontrarnos constantemente. No poseemos los porqués. Y eso nos hace sentir marionetas, meros engranajes de un mecanismo que ignoramos. Estamos en la intemperie de Nietzsche, congelándonos. Eso es el sufrimiento: intemperie, viento, soledad y frío. Mucho frío.

A nuestra salvación acude Julio Cortázar:

¿Por qué, a ciertas horas, es tan necesario decir: “Amé esto”? Amé unos blues, una imagen en la calle, un pobre río seco del norte. Dar testimonio, luchar contra la nada que nos barrerá. Así quedan todavía en el aire del alma esas pequeñas cosas, un gorrioncito que fue de Lesbia, unos blues que ocupan en el recuerdo el sitio menudo de los perfumes, las estampas y los pisapapeles (Rayuela, Cátedra, 2012, pp. 86-87).

¿Por qué es necesario? ¿Por qué son necesarias las palabras y en definitiva el arte? Porque nos abriga, nos guarece. El arte es en sí un camino. Así, del sufrimiento se abre una senda dentro de nosotros, una transformación. Creemos estar dando forma al dolor, e ironías de la vida, es éste quien está cambiándonos a nosotros. Todo arte es una decisión: elegimos crear belleza del dolor, elegimos estrellas para ese cielo oscuro y lúgubre. Sí, las elegimos, las pintamos, las imaginamos… Deshacemos tormentas, nos abandonamos a la paz de un mar en calma, dejamos que la sal se introduzca en las heridas… El arte es creación, nos sentimos por primera vez dueños de nosotros mismos, con todos nuestros escondites, grietas, muros y oscuridades. Nos aceptamos a través del arte, y aceptamos nuestro dolor, nuestras heridas ahora cicatrices.

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No deja de ser paradójico que la belleza nazca en el sufrimiento. Pero ¿qué es la vida sino una contradicción? ¿Quién no ha leído, o admirado, una creación suya anterior y no se ha reconocido? Esa es la trampa: si nos comprendiésemos a nosotros mismos, si viviésemos instalados en lo racional, no habría arte. Y ¿qué sería del mundo sin arte?

El artista rehace el mundo por su cuenta. […] El mundo no está nunca en silencio; su mismo mutismo repite eternamente las mismas notas, según las vibraciones que se nos escapan. En cuanto a las que percibimos, nos brindan sonidos, rara vez un acorde, nunca una melodía. Sin embargo existe la música en que las sinfonías acaban, en que la melodía da su forma a unos sonidos que, por sí mismos, no la tienen, en que una disposición privilegiada de las notas saca, por fin, del desorden natural una unidad satisfactoria para el espíritu y el corazón (El hombre rebelde, Alianza Editorial, 2011, p. 298).

El corazón y sus cicatrices: eso somos. Y cuando algo nos duele en lo más profundo el corazón se abre. Como nunca, se abre. Y sólo en esos momentos, cuando la tristeza hace hogar en nuestros ojos, el corazón se expresa con total sinceridad. Una vez herido no le importa exponerse. Y es en ese instante cuando el arte cumple su cometido. Recoge el mensaje, utiliza cada lágrima, cada desilusión, y crea. El alma no soporta el silencio.

Una vez alguien cercano, cuando pasaba una mala época sentimental, me dijo: “Escribe. Escribe ahora. Este es el momento. Nunca se escribe tan bonito como cuando se está triste”. Y así vivimos: luchando contra lo absurdo, contra los días grises y las decepciones, contra la muerte y, a veces, cuando duele, contra la vida. Pero luchamos. El arte es lucha, no abandono. Incluso desde la tristeza, luchamos. Porque sabemos que ni el mundo, ni nosotros, existiríamos sin arte. Y, a estas alturas de la vida, sabemos también que el arte tampoco existiría sin dolor.

Y es que, aunque quizá algún día vuelva a leer esto que ahora escribo y no me reconozca, sabré que es mío, y que esta contradicción que sufre a veces y ríe otras, pero siempre lucha, también soy, irremediablemente, yo.


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Rosa García Macías


Música Antigua y terror


Las danzas de la muerte son un género artístico que surge a finales del Medioevo como alegoría de la fugacidad de la vida en una época marcada por los continuos brotes de peste negra que convertían la muerte en algo cotidiano.

Son un reflejo de la ideología religiosa de la época que, por un lado, recuerda que los placeres terrenales son pasajeros y, por otro, evoca el poder igualatorio de la muerte.
  

Estas danzas macabras eran representaciones que significaban la igualdad de todos los seres ante el Juicio final…

El teatro y las representaciones fueron una herramienta útil para enseñar al vulgo los mensajes doctrinarios de la Iglesia, que los expresaba oficialmente en el templo y en latín. La población convivía con la muerte.

Era algo habitual extraer mensajes y enseñanzas de la vida cotidiana, especialmente en lo que concierne al mensaje cristiano: la función pedagógica de la danza subrayaba la importancia de la gloria y la eternidad a través de la perennidad de la vida mortal.

“La Iglesia utilizó el teatro como recurso evangelizador” para las clases populares.

El Origen

El origen de las danzas de la muerte no acaba de clarificarse.

Hay quienes defienden la primacía de textos germánicos sobre los franceses y latinos.

La mayoría de los investigadores consideran que las danzas se gestaron en Alemania (refiriéndonos, en este caso, a los orígenes literarios, pues se cree que la primera danza gráfica fue la del Cementerio de los Inocentes en París, hoy desaparecida), ya que la creencia en fiestas nocturnas en los cementerios llevadas a cabo por los muertos que salían de sus tumbas proviene de ese ámbito territorial.

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Se representan esqueletos o cuerpos en descomposición danzando sobre las tumbas y tocando instrumentos musicales como la flauta o el violín.

Algunos investigadores opinan que el origen de las danzas se centra en los sermones eclesiásticos y en una pequeña representación teatral llevada a cabo en la iglesia a modo de escenario, sin embargo no hay documentos que lo corroboren.

Para comprender el significado y la importancia de las danzas de la muerte hay que conocer el contexto donde se desarrollaron.

La Europa bajomedieval de los siglos XIV y XV se caracterizó por la asolación de la crisis y la enfermedad.

La depresión agrícola, producida por el agotamiento de los suelos y el fin de los procesos colonizadores, conllevó un descenso de la productividad agraria que, junto a un aumento demográfico, provocó la aparición del hambre y los problemas de abastecimiento.

A este panorama desolador se unieron los conflictos bélicos y la aparición de las epidemias. 

                            Resultado de imagen para danza de la muerte

La muerte convivía con los vivos en su vida diaria por lo que en este difícil ambiente comenzó a desarrollarse un sentimiento de temor y desconfianza que hicieron proliferar movimientos milenaristas y flagelantes, con sus ideas sobre el inminente Juicio Final.

Prácticamente todas estas representaciones se encuentran en un recinto religioso (abadías, iglesias, cementerios…) aunque a partir del siglo XV muchas de estas danzas formarán parte de la ornamentación de algunos Libros de Horas, en los Oficios de Difuntos.

Que los esqueletos aparezcan danzando dentro de centros religiosos tiene su origen en la celebración de eventos dentro de los cementerios llevados a cabo antes del siglo XIII, pues en ellos se bailaba, cantaba, comerciaba y jugaba.

La temática de estas Danzas se basa en la agonía del hombre frente a su defunción, a la Muerte en sí misma como ente puramente realista y a la putrefacción de los cuerpos.

En las representaciones gráficas, la Muerte mantendrá un diálogo con cada una de las víctimas, que originalmente estáticas, son obligadas a bailar con movimientos raquíticos.

Aparecen cadáveres en descomposición, con hendiduras que dejan entrever las vísceras.

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Desnudos o tapados con un lienzo, se tapan sus miembros sexuales inexistentes.

Danzan al ritmo de la música y reposan sus brazos en el hombro de la víctima a la que acompañan.

A veces aparecen portando un instrumento musical, mostrando un lado seductor, atractivo, el poder diabólico de encantamiento de la música.

Cada cadáver está asociado a un miembro de la pirámide social al que acompaña.

Estos personajes, representantes de las distintas clases sociales, son las víctimas a las que se les obliga a bailar.

La Danza de la Muerte en España

En España existen danzas macabras de gran importancia, aunque el caso español es algo peculiar ya que todos los ejemplos son exclusivamente textuales.

La Dança General de la Muerte es un poema conservado en el Escorial, que se estima realizado en el siglo XV.

Se piensa que no es una pieza destinada al teatro.

Algunos expertos sostienen que la calidad literaria de este poema es superior a la de los textos similares conocidos en Europa.

No se sabe quién es el autor del poema, aunque probablemente fue un religioso ya que demuestra familiaridad con la estructura jerárquica de la Iglesia, el latín, la poesía y muchos conocimientos de orden general.

El texto presenta la misma disposición de los personajes que la danza francesa y las únicas mujeres que aparecen son las esposas de la Muerte, que no participan en la danza, son sólo observadoras.

Otro ejemplo de las danzas de la muerte en nuestro país lo encontramos en la poesía de Jorge Manrique, autor del magno poema “Coplas por la muerte del Maestre de Santiago, Don Rodrigo Manrique”, su padre, que constituyen la cima de la poesía castellana del S. XV.

Partiendo del tema concreto de la muerte de su padre, medita el poeta sobre el paso del tiempo: el tiempo y la muerte nivelan a los hombres en una acción democratizante, una característica propia de las danzas de la muerte.

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos,
allegados; son iguales,
los que viven por sus manos
y los ricos” 

-Jorge Manrique-




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