¿Qué resulta del cruce de la música con el psicoanálisis? Un
ensayo movilizador que demuestra que la música no es sólo una combinación de
sonidos y silencios, sino fundamentalmente una experiencia corporal e
intersubjetiva. Que no hay música sin sujeto y sin una cultura desde donde
escucharla.
Si la música es tan solo una “combinación de sonidos y
silencios” o “una sonoridad organizada”, entonces no queda otro camino que
considerarla un “arte inmaterial”. Sostener que la música es inmaterial y
trascendente lleva a su reificación. Se la cosifica, y se supone igual a lo
largo de la historia de la humanidad y con la misma significación para cada
cual.
Muchos análisis musicales la toman por fuera de una
experiencia subjetiva concreta, atravesada por una cultura, donde dichos
sonidos se convierten en música para cada uno.
Necesitamos vislumbrar los factores que interactúan. Sigmund
Freud recibió numerosos reproches por supuestamente ver sexualidad en todos los
fenómenos humanos, aunque sostenía la complejidad de la producción de nuestro
psiquismo. Tenía que aclarar una y otra vez cómo “la estrechez de la necesidad
causal de los seres humanos, en oposición al modo en que de ordinario está
plasmada la realidad, quiere darse por contenta con un único factor causal.”1
Las causas únicas son seductoras. Por eso el reduccionismo
es una gran tentación. Es el primer paso para creer que entendemos todo de
algún tema. El segundo paso es generalizarlo. Las fórmulas simples cautivan
mientras despellejan la experiencia misma. Esta perspectiva de Freud permite
postular la complejidad como el camino para “tocar” algo de aquello que
llamamos experiencia.
Las generalizaciones son fascinantes. Así se universalizan
bajo un manto de supuesta racionalidad ideologías, gustos y elecciones de los
propios autores. Las lecturas reduccionistas pueden ir del biologicismo al
psicologismo, pasando por el sociologismo, dejando de lado al propio sujeto y
su historia individual y social. Hay múltiples ejemplos de ello. Sólo citaremos
dos ejemplos. Uno que tiene aroma psicoanalítico, utilizando recursos
biológicos para explicar nuestro gusto por el rock. Y el segundo sobre la forma
de escuchar música.
1. Henry Sullivan, a partir de su amor a los Beatles,
utiliza el psicoanálisis lacaniano como una cosmovisión para poder entender los
cambios de la cultura, la importancia de los Beatles y hasta aventurar
diagnósticos psicopatológicos de cada uno de ellos que permitirían deducir
supuestamente cierta genialidad. Pero aún más, superpone un reduccionismo
biológico a una generalización psicoanalítica para entender el éxito del rock.
Sinteticemos sus argumentos. Sullivan afirma que en el último trimestre del
embarazo el feto ya escucha claramente. El sonido más fuerte de su entorno es
el latido regular de la madre, unos 76 latidos por minuto. El del bebé,
prácticamente duplica dicha frecuencia. Entonces hace una curiosa generalización:
“Si la pulsación del corazón materno se sincronizara con la del feto, los
latidos del bebé sonarían entre los de la madre, a contratiempo; es decir,
marcando el 2-4, además del 1-3. En esta combinación rítmica hipotética, los
dos corazones juntos sonarían en los tiempos fuertes (‘ump’), pero sólo los del
bebé en los tiempos débiles (‘chuck’). El efecto conjunto sería el del tempo de
un rock rápido (unas 152 negras por minuto). Resulta complejo sacar
conclusiones de esto. Nadie propondría una ‘memoria’ intrauterina. Sin embargo,
a través de esta hipótesis se establece una conexión con la pasión, el amor y
el sexo… El latido cardíaco materno tiene el rol de un ‘agujero’ o una ausencia
donde las cosas se pierden para siempre. Se podría llegar, por lo tanto a incluir
el efecto del corazón materno en la lista de los objetos a de Lacan... la
insistencia subliminal de la batería del rock en los tiempos 2-4, en otras
palabras, es un fragmento de lo Real en una expresión semiarticulada y un
proveedor de goce. Hay cierta lógica, entonces, en el hecho de desarrollar un
ritmo que podría reemplazar la conexión primaria con la madre”.2
Aquí encontramos el encanto disparatado de una
universalización del propio gusto. Tenemos que suponer que es cierta la
hipótesis de la sincronización de los corazones del bebé y de la madre. De ser
así, el ritmo del rock debiera haber atravesado la historia de la humanidad, ya
que sería fuente de goce para todos los humanos independientemente de las
culturas. Por lo contrario, si hay una fuente de placer en el rock, debiéramos
buscarla en las experiencias musicales complejas de ciertas generaciones, en
ciertas clases sociales, en ciertos lugares del mundo, en ciertos momentos
históricos, que plasmaron dicho placer corporal en una historia personal.
2. Muchos consideran que la pureza de la música implica una
audición con un cuerpo quieto dispuesto a que sólo nuestros oídos puedan
degustar “tranquilos” la música. Un teatro, una butaca cómoda. Un disco en una
casa apacible. Un par de auriculares. Se reduce la experiencia musical a estar
atento y sentado, como si el cuerpo tuviera que estar quieto para que nuestros
oídos trabajen sin nada que los estorbe. Esta es una visión histórica, clasista
y aristocrática de sectores dominantes que desvalorizan otras clases de
experiencias musicales por “menores”, “populares”, “ligeras”.
La consecuencia lógica es considerar una escucha “ideal” que
desestima toda otra experiencia musical. Ni que hablar de músicas de otras
culturas: “Muchos de los que escuchan, por ejemplo, músicas de tradición árabe
e iraní esperando oír temas melódicos con acompañamiento de acordes,
expendiendo su minueto cadencial de tensiones y reposos, como en la música
occidental, y se encuentran con conjuntos rítmitco-timbrísticos y melodías
basadas en escalas asimétricas y matices minimales de altura, piensan que allí
hay de todo menos ‘música’ (esos oídos solo entienden en la música árabe un
verdadero ‘avispero’ de microtonos).”3
La música atraviesa los cuerpos y escuchamos en situaciones
y contextos diferentes que marcan nuestro tipo de experiencia cultural y
social. A veces sentados, a veces caminando, muchas bailando, algunas veces
mientras hacemos otras cosas, a veces comiendo, otras mientras hacemos el
amor... y así podemos seguir con ejemplos.
¿Por qué sería mejor escuchar de forma quieta una música que
moviéndonos a su ritmo, degustando una bebida o una comida, bailando o haciendo
el amor? No hay fiesta de los sentidos que no contengan diversos estímulos
simultáneos, que a la vez se potencian y multipliquen. Un recital en el que nos
movamos y cantemos al unísono una canción conocida. Un concierto en el que
comemos y bebemos mientras degustamos también la música, aunque se agreguen
sonidos de cubiertos y copas. Un encuentro entre amigos donde compartimos un
disco y hablemos sobre cada canción. Bailar, con cuerpos vibrando al mismo
ritmo de la música. Simon Frith considera que la forma más interesante de
escuchar música popular es bailando. Si bien es su propia experiencia y no es generalizable,
su intención es revalorizar otras experiencias.4 Y así uno podría seguir
imaginando situaciones donde compartimos música en distintas experiencias que
van tallando nuestro gusto musical.
Hasta la invención de la reproducción musical nadie imaginaba
siquiera que podía haber música sin escuchar músicos tocando “en vivo”, que
podía ir desde las canciones infantiles, los bailes y los conciertos. La
diferencia de la música provenía de las experiencias determinadas por la propia
inserción en la comunidad y sector social. Una cultura dominante definía cuál
era la “buena” música y cómo escucharla “correctamente”. Su vigencia continúa
vigente a pesar de la revalorización de algunas músicas en diferentes culturas.
La música puede ser una amplia gama de experiencias que van
desde bailar en una disco o una bailanta, “ver” un videoclip, escuchar en la
propia casa, a un viaje escuchando un archivo que reproducimos en un teléfono
celular. Las tecnologías han ampliado nuestro horizonte de experiencias musicales.
Las posturas reduccionistas –que restringen primero a una
escucha pasiva, y luego generalizan “la” experiencia musical–, conducen a una
música sin sujeto, parafraseando a León Rozitchner 5. Una música sin carne. Sin
tripas. Sin baile. Sin pasiones. Sin historias. Sin intersubjetividades. Sin
clases sociales. Sin cuerpos.
La música es siempre experiencia personal de sonidos de
cuerpos en contacto. La música es grito corporal, producto humano y fruto del
interjuego de las subjetividades inscriptas en una cultura.
Si se reduce a lo sonoro, si la reducimos a una sola de esta
compleja trama estaremos dividiendo, escindiendo y teniendo que hablar de lo
“extramusical” para entender una música que es mucho más que intercambio
sonoro.
De lo que se trata es de devolverle el cuerpo a la música.
1 Freud, Sigmund, La dinámica de la transferencia.
2 Sullivan, Henry W., Los Beatles y Lacan. Un réquiem para
la Edad Moderna, Galerna, Bs. As, 2013, pág. 206-207.
3 Wisnik, José Miguel, op. cit., pág. 95.
4 Frith, Simon, Ritos de la interpretación. Sobre el valor
de la música popular, Ed. Paidós, 2014, pág. 198.
5 Rozitchner, León, “La izquierda sin sujeto”, en Las
desventuras del sujeto político. Ensayos y errores, Ed. El cielo por
Asalto, 1996.
Alejandro Vainer. Psicoanalista. Extracto de su libro “Más que sonidos. La
música como experiencia” (Editorial Topía), de reciente aparición.