Música dormida

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Música dormida

26 may 2018

Los sonidos en el cuerpo


¿Qué resulta del cruce de la música con el psicoanálisis? Un ensayo movilizador que demuestra que la música no es sólo una combinación de sonidos y silencios, sino fundamentalmente una experiencia corporal e intersubjetiva. Que no hay música sin sujeto y sin una cultura desde donde escucharla.






Si la música es tan solo una “combinación de sonidos y silencios” o “una sonoridad organizada”, entonces no queda otro camino que considerarla un “arte inmaterial”. Sostener que la música es inmaterial y trascendente lleva a su reificación. Se la cosifica, y se supone igual a lo largo de la historia de la humanidad y con la misma significación para cada cual.

Muchos análisis musicales la toman por fuera de una experiencia subjetiva concreta, atravesada por una cultura, donde dichos sonidos se convierten en música para cada uno.


Necesitamos vislumbrar los factores que interactúan. Sigmund Freud recibió numerosos reproches por supuestamente ver sexualidad en todos los fenómenos humanos, aunque sostenía la complejidad de la producción de nuestro psiquismo. Tenía que aclarar una y otra vez cómo “la estrechez de la necesidad causal de los seres humanos, en oposición al modo en que de ordinario está plasmada la realidad, quiere darse por contenta con un único factor causal.”1

Las causas únicas son seductoras. Por eso el reduccionismo es una gran tentación. Es el primer paso para creer que entendemos todo de algún tema. El segundo paso es generalizarlo. Las fórmulas simples cautivan mientras despellejan la experiencia misma. Esta perspectiva de Freud permite postular la complejidad como el camino para “tocar” algo de aquello que llamamos experiencia.

Las generalizaciones son fascinantes. Así se universalizan bajo un manto de supuesta racionalidad ideologías, gustos y elecciones de los propios autores. Las lecturas reduccionistas pueden ir del biologicismo al psicologismo, pasando por el sociologismo, dejando de lado al propio sujeto y su historia individual y social. Hay múltiples ejemplos de ello. Sólo citaremos dos ejemplos. Uno que tiene aroma psicoanalítico, utilizando recursos biológicos para explicar nuestro gusto por el rock. Y el segundo sobre la forma de escuchar música.

1. Henry Sullivan, a partir de su amor a los Beatles, utiliza el psicoanálisis lacaniano como una cosmovisión para poder entender los cambios de la cultura, la importancia de los Beatles y hasta aventurar diagnósticos psicopatológicos de cada uno de ellos que permitirían deducir supuestamente cierta genialidad. Pero aún más, superpone un reduccionismo biológico a una generalización psicoanalítica para entender el éxito del rock. Sinteticemos sus argumentos. Sullivan afirma que en el último trimestre del embarazo el feto ya escucha claramente. El sonido más fuerte de su entorno es el latido regular de la madre, unos 76 latidos por minuto. El del bebé, prácticamente duplica dicha frecuencia. Entonces hace una curiosa generalización: “Si la pulsación del corazón materno se sincronizara con la del feto, los latidos del bebé sonarían entre los de la madre, a contratiempo; es decir, marcando el 2-4, además del 1-3. En esta combinación rítmica hipotética, los dos corazones juntos sonarían en los tiempos fuertes (‘ump’), pero sólo los del bebé en los tiempos débiles (‘chuck’). El efecto conjunto sería el del tempo de un rock rápido (unas 152 negras por minuto). Resulta complejo sacar conclusiones de esto. Nadie propondría una ‘memoria’ intrauterina. Sin embargo, a través de esta hipótesis se establece una conexión con la pasión, el amor y el sexo… El latido cardíaco materno tiene el rol de un ‘agujero’ o una ausencia donde las cosas se pierden para siempre. Se podría llegar, por lo tanto a incluir el efecto del corazón materno en la lista de los objetos a de Lacan... la insistencia subliminal de la batería del rock en los tiempos 2-4, en otras palabras, es un fragmento de lo Real en una expresión semiarticulada y un proveedor de goce. Hay cierta lógica, entonces, en el hecho de desarrollar un ritmo que podría reemplazar la conexión primaria con la madre”.2

Aquí encontramos el encanto disparatado de una universalización del propio gusto. Tenemos que suponer que es cierta la hipótesis de la sincronización de los corazones del bebé y de la madre. De ser así, el ritmo del rock debiera haber atravesado la historia de la humanidad, ya que sería fuente de goce para todos los humanos independientemente de las culturas. Por lo contrario, si hay una fuente de placer en el rock, debiéramos buscarla en las experiencias musicales complejas de ciertas generaciones, en ciertas clases sociales, en ciertos lugares del mundo, en ciertos momentos históricos, que plasmaron dicho placer corporal en una historia personal.

2. Muchos consideran que la pureza de la música implica una audición con un cuerpo quieto dispuesto a que sólo nuestros oídos puedan degustar “tranquilos” la música. Un teatro, una butaca cómoda. Un disco en una casa apacible. Un par de auriculares. Se reduce la experiencia musical a estar atento y sentado, como si el cuerpo tuviera que estar quieto para que nuestros oídos trabajen sin nada que los estorbe. Esta es una visión histórica, clasista y aristocrática de sectores dominantes que desvalorizan otras clases de experiencias musicales por “menores”, “populares”, “ligeras”.

La consecuencia lógica es considerar una escucha “ideal” que desestima toda otra experiencia musical. Ni que hablar de músicas de otras culturas: “Muchos de los que escuchan, por ejemplo, músicas de tradición árabe e iraní esperando oír temas melódicos con acompañamiento de acordes, expendiendo su minueto cadencial de tensiones y reposos, como en la música occidental, y se encuentran con conjuntos rítmitco-timbrísticos y melodías basadas en escalas asimétricas y matices minimales de altura, piensan que allí hay de todo menos ‘música’ (esos oídos solo entienden en la música árabe un verdadero ‘avispero’ de microtonos).”3

La música atraviesa los cuerpos y escuchamos en situaciones y contextos diferentes que marcan nuestro tipo de experiencia cultural y social. A veces sentados, a veces caminando, muchas bailando, algunas veces mientras hacemos otras cosas, a veces comiendo, otras mientras hacemos el amor... y así podemos seguir con ejemplos.

¿Por qué sería mejor escuchar de forma quieta una música que moviéndonos a su ritmo, degustando una bebida o una comida, bailando o haciendo el amor? No hay fiesta de los sentidos que no contengan diversos estímulos simultáneos, que a la vez se potencian y multipliquen. Un recital en el que nos movamos y cantemos al unísono una canción conocida. Un concierto en el que comemos y bebemos mientras degustamos también la música, aunque se agreguen sonidos de cubiertos y copas. Un encuentro entre amigos donde compartimos un disco y hablemos sobre cada canción. Bailar, con cuerpos vibrando al mismo ritmo de la música. Simon Frith considera que la forma más interesante de escuchar música popular es bailando. Si bien es su propia experiencia y no es generalizable, su intención es revalorizar otras experiencias.4 Y así uno podría seguir imaginando situaciones donde compartimos música en distintas experiencias que van tallando nuestro gusto musical.

Hasta la invención de la reproducción musical nadie imaginaba siquiera que podía haber música sin escuchar músicos tocando “en vivo”, que podía ir desde las canciones infantiles, los bailes y los conciertos. La diferencia de la música provenía de las experiencias determinadas por la propia inserción en la comunidad y sector social. Una cultura dominante definía cuál era la “buena” música y cómo escucharla “correctamente”. Su vigencia continúa vigente a pesar de la revalorización de algunas músicas en diferentes culturas.

La música puede ser una amplia gama de experiencias que van desde bailar en una disco o una bailanta, “ver” un videoclip, escuchar en la propia casa, a un viaje escuchando un archivo que reproducimos en un teléfono celular. Las tecnologías han ampliado nuestro horizonte de experiencias musicales.

Las posturas reduccionistas –que restringen primero a una escucha pasiva, y luego generalizan “la” experiencia musical–, conducen a una música sin sujeto, parafraseando a León Rozitchner 5. Una música sin carne. Sin tripas. Sin baile. Sin pasiones. Sin historias. Sin intersubjetividades. Sin clases sociales. Sin cuerpos.

La música es siempre experiencia personal de sonidos de cuerpos en contacto. La música es grito corporal, producto humano y fruto del interjuego de las subjetividades inscriptas en una cultura.

Si se reduce a lo sonoro, si la reducimos a una sola de esta compleja trama estaremos dividiendo, escindiendo y teniendo que hablar de lo “extramusical” para entender una música que es mucho más que intercambio sonoro.

De lo que se trata es de devolverle el cuerpo a la música.

1 Freud, Sigmund, La dinámica de la transferencia.

2 Sullivan, Henry W., Los Beatles y Lacan. Un réquiem para la Edad Moderna, Galerna, Bs. As, 2013, pág. 206-207.
3 Wisnik, José Miguel, op. cit., pág. 95.
4 Frith, Simon, Ritos de la interpretación. Sobre el valor de la música popular, Ed. Paidós, 2014, pág. 198.
5 Rozitchner, León, “La izquierda sin sujeto”, en Las desventuras del sujeto político. Ensayos y errores, Ed. El cielo por Asalto,  1996.



Alejandro Vainer. Psicoanalista. Extracto de su libro “Más que sonidos. La música como experiencia” (Editorial Topía), de reciente aparición.




Escritura y Verdad


Tal como lo expresó Freud, el artista intenta recubrir con palabras-objeto el insoportable agujero de la castración. Con su obra busca subjetivar la muerte, resignificando poéticamente el fracaso radical con una estética, la que aunque deja intocado el núcleo abismal de la nada, permite obtener una prima de placer o un plus de goce. Esta relativa ganancia frente a la pura pérdida supone el modo más logrado de situarse existencialmente ante la propia finitud. El cuerpo, en tanto sustancia gozante perecerá, pero las letras diseñarán el recorrido de caminos y puentes discursivos que convocan a los Otros a frecuentarlos, dada la función pacificante que éstos portan. Con las palabras, soldadas eternamente al cuerpo hecho cadáver en el epitafio, el sujeto anhela trascenderse a sí mismo a través de la convocatoria a los Otros por venir, a través de un acto escriturario que a la vez que destituye toda entidad ontológica, recupera algo del ser en una espiritualidad que se encarna en todo destinatario de la escritura póstuma. Se constituye así una cadena transgeneracional, anudada en eslabones significantes, que portan la sabiduría del "buen decir", en tanto éstos son expresión de un hombre que ya sabe de su propia mortalidad, y que supo no retroceder cobardemente frente a ella, en la impostura de la fuga o de la negación. Es decir, se trata de un hombre que asume la inminencia de su propia desaparición con la dignidad de los símbolos proferidos desde un cuerpo doliente, y construye un refugio ilusorio desde el cual el sujeto ya definitivamente abolido se troca en su propia obra, que representa ficcionalmente la metáfora más genuina del inasible "sí mismo". Merced al arte se puede soportar la muerte sin desmentirla, a favor de la erotización fetichista lograda que procura la obra, en tanto los bordes del tajo y la hiancia del corte logran ser suturados con las expresiones imaginarias, que aluden del modo más despojado a la vez que más placentero a ese amo absoluto insuperable: la muerte.

Veamos ahora el epitafio que el poeta chileno Jorge Teillier dejó escrita antes de morir:

"Me despido de una muchacha cuya cara suelo ver en sueños, iluminada por la triste mirada de linterna de trenes que parten bajo la lluvia. Me despido de la nostalgia -la sal y el agua de mis días sin objeto- y me despido de estos poemas: palabras -un poco de aire movido por los labios- palabras para ocultar quizás lo único verdadero: que respiramos y dejamos de respirar."

El poeta logra así eludir el modo melancólico de enfrentar la muerte, que bajo el modo del silencio desesperanzado suele inundar a la subjetividad en su ocaso, y construye un espacio sublimatorio que aúna en un mismo movimiento la Verdad con la Belleza. Nos recuerda que las palabras nos producen la jubilosa sensación de estar vivos, no sólo por la significación vital que portan, sino básicamente por el gozoso movimiento corporal sobre el que se asientan. Es la materialidad evanescente del aire (Hálito, Ruaj) la que soporta al puro símbolo, y esa doble inflexión -de goce real y de placer significante- es la que procura toda la enorme potencia libidinal del Verbo. Hablar, narrar, decir, contar no sólo supone transmitir algún contenido sino básicamente afirmar que se está vivo, dado que la Verdad anida en la existencia efectiva del cuerpo pulsional, más allá del Saber con el que el Yo intenta dar cuenta de las vicisitudes enigmáticas y misteriosas del vivir.

La vida que el poeta rescata carece pues de sentido, y ésta se configura como el recuerdo nostalgioso de días sin objeto, y de memoria de infinitas pérdidas, al modo de un tren que al partir bajo la lluvia ilumina el rostro de la muchacha de los sueños. Se trata pues de dar testimonio postrero del amor, que no es más que pura nostalgia de un rostro onírico hecho del propio narcisismo proyectado e iluminado por la luz brumosa de un tren que al partir, nos recuerda la dulce y gozosa fugacidad del vivir... Quizás cuando nos invade la certeza de la partida definitiva, podamos entonces evocar las palabras reveladoras del poeta, y algo de luz ilumine esos instantes fugaces de desesperación antes de la oscuridad final...



Dr. José E. Milmaniene es Médico Psiquiatra y Psicoanalista. Miembro Titular didacta de A. P. A., sus últimos libros son "El Goce y la Ley", "El Holocausto" Y "Extrañas Parejas" de Editorial Paidós.