Lo primero de todo: este texto no es una suerte de
reivindicación a la figura de Lars von Trier después de sus controvertidas
declaraciones durante el pasado Festival de Cannes (por mí, como si dice que
cada fin de semana viola a una monja, pues se ofende quien quiere, o a quien le
interesa por motivos oscuros…). Ya nos contó Juan Luis desde el festival más
importante del mundo lo que ocurrió, y que le gustó su última película,
‘Melancholia’ (2011). No es una reivindicación porque este gran director no necesita
ya que nadie le defienda: eso ya lo hace él solo con sus películas. Y porque
tenía pensado desde hace bastante tiempo escribir sobre la que con toda
probabilidad es la cumbre de su cine, galardonada precisamente con la Palma de
Oro y con el premio a la mejor actriz hace once años, y que se debería haber
llevado el galardón por muchas polémicas infantiles que von Trier quisiera
despertar, pues se trata de uno de esos filmes legendarios más allá del bien y
del mal, parafraseando a Nietzsche.
‘Bailar en la oscuridad’ (‘Dancing in the Dark’, 2000) es
uno de los filmes más bellos de los últimos tiempos y es algo más. Es un poema,
cine revolucionario, que a diferencia de otras películas aupadas grotescamente
a los altares por consenso divino, jamás ha despertado aquiescencias ni pactos
de ninguna clase. Muy al contrario: se trata de un canto a la muerte capaz de
alimentar desprecio, rechazo o desdén con tanta energía como convoca la
vehemencia. Esto, para mí, es síntoma inequívoco de su juventud estética, pues
ya dijo el gran poeta irlandés que cuando los críticos difieren, el artista
está de acuerdo consigo mismo más que nunca. Y así es, realmente. Después de
haber navegado por, y de haber traicionado, el voto de castidad del Dogma’95,
von Trier era ya un artista más libre, lúcido, generoso y trágico que nunca, lo
que se tradujo en uno de los melodramas musicales más sorprendentes,
inclasificables y estremecedores que pueden verse en una pantalla.
Hacer una película musical como ‘Bailar en la oscuridad’ es
lo más parecido a un suicidio sin purgatorio en el caso de cualquier otro
director, pero von Trier, el loco, el repudiado, el maldito, es un puto genio,
un bastardo con corazón de oro capaz de reconvertirse en cronista de toda la
miseria del mundo, y de elevarla a los cielos con la voz de Björk. Filmada con
cámaras de vídeo Sony (DSR-1P, DSR-PD100P, DSR-PD150, DXC-D30WSP) luego impreso
en material de 35 mm. con un aspecto de 2.35:1 (para más datos, remito a ‘La
dirección de fotografía (1)’), la imagen de esta obra maestra no puede ser más
cutre desde un punto de vista escenográfico, superficial. Sin embargo, para
quien sepa mirar (y no hay tantos como pareciera) la imagen de ‘Bailar en la
oscuridad’ es de una belleza y de una altura estética indescriptibles, desoladoras,
definitivas. Porque el cine es mucho más que un cuento mil veces contado. Es
sueño y es perdón. Es juego de sombras que quiere ser música, secuencias como
acordes, personajes como sinfonías.
Sin piedad
La historia es más o menos la que sigue: madre soltera
inmigrante, checa, se instala en Estados Unidos y se pone a currar en trabajos
de mierda para sacar adelante a un hijo descontento. Sabe perfectamente que en
no demasiado tiempo va a quedarse ciega, y que la terrible enfermedad que la
esclaviza es hereditaria y es muy probable que su hijo también la sufra. En
semejantes circunstancias, su única salida espiritual es gozar con esos
musicales que, según ella, mantienen proscritas la soledad, la miseria, la
enfermedad y la muerte. Evasión. Opio. Pero por mucho que sueñe con esos sueños
de celuloide, sabe que la vida, y la fatalidad, sigue su curso. Y Lars von
Trier también lo sabe. Por eso un musical como este era necesario que algún día
se hiciera, para cantar la mentira maravillosa que eran algunos musicales, y
para hacer poesía con la verdad y el dolor que es la vida, esta aparición
terrible que vino a sustituir a la Nada. Pero en lo terrible se esconde lo
bello, y viceversa, y este cineasta es de los que saben impregnar una pantalla
con eso, y sufriremos y lloraremos con Selma su atroz viaje, y sabremos que la
música es el gran don de la vida.
Selma (una alucinante Björk, que encarna a la mujer
vontrierana como no lo hizo ni siquiera la maravillosa Emily Watson de aquella
bestial, descarnada, ‘Rompiendo las olas’, pues los ojos de esta cantante
islandesa, su pequeño cuerpo y su voz, todo su ser, se erigen en expresión
audiovisual inimaginable del melodrama moderno) mezcla los sonidos del mundo
con su fantasía interior, y gracias a ello el mundo se convierte en un musical
como aquellos que ella tanto ama. Y puede gritar sobre todo aquello que en la
sociedad no se puede expresar. Y por todo esto este musical extraordinario es
uno de los más grandes de todos los tiempos: porque por fin se funden en un
todo forma y fondo, por fin se encuentra la excusa perfecta para convertir un
drama social, una tragedia, en un espectáculo de canciones fúnebres, pues el
punto de vista de la heroína es absoluto (la imagen es absoluta siempre), como
debería ser siempre en el cine. Y la fotografía del grandísimo Robby Müller se
hace arte con la imaginación de von Trier en cada encuadre, cada gesto.
Los preciosos secundarios interpretados por Peter Stormare
(un hombre de corazón compasivo interesado por Selma), Catherine Deneuve (una
compañera de trabajo y una amiga), David Morse (un patético hombre perdido, de
un egoísmo monstruoso), apuntalan este discurso en contra de la pena de muerte,
de la sociedad capitalista, del concepto de inmigración…y a favor de la
disolución de fronteras, de la fraternidad, del perdón, del amor sin
condiciones…en un estudio sobre el sonido (magistral cómo se mezcla el sonido
ambiente con las fantasías musicales de Selma…), sobre los géneros del cine,
sobre la puesta en escena más radical y más clásica a un tiempo. El profundo
dolor que late en las imágenes de ‘Bailar en la oscuridad’ perturba y
hiere…pero la clarividencia de su mirada ennoblece, dignifica y convoca lo
mejor de nosotros mismos, en una lucha feroz contra el instinto de marcharnos
de la sala o apagar el reproductor. Ya nunca se es el mismo después de ver esta
película, puñetazo, obra de arte, o lo que sea.
Conclusión e imagen favorita
Obra maestra incomparable, que crece más y más a medida que
se aleja en el tiempo. Sólo la he visto tres veces, pero es suficiente para que
se me quede tatuada en la retina. Mi imagen favorita es la de esa mujer
valiente lanzando sus gafas al río cuando viene el tren y diciendo que es mejor
no ver más, nunca más. Imposible no llorar con esta película, pues se emociona
quien puede, o a quien le interesa por motivos luminosos. Muchos dicen aún hoy
que es una película tramposa, zafia, que juega al melodrama y a buscar los
mejores sentimientos. Peor para ellos, no lamento que se lo pierdan.
ADRIÁN MASSANET
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