El dolor. Esa fuente primaria de inspiración.
El germen de
la buena literatura, la chispa que encendió los grandes fuegos de tantos/as
artistas a lo largo de la historia, la grieta en la que la belleza erige su
hogar, y al mismo tiempo, dolor, puro y duro dolor. Un dolor que se instala en
el alma, un dolor metafórico, por supuesto, y que sin embargo puede sentirse
tan real como si una bruja maléfica nos pinchase el dedo con una rueca maldita.
Quizá no sangramos, pero sí necesitamos exteriorizarlo, que se expanda, que
cumpla un cometido, por qué no, una finalidad. Ya que nos duele, hagamos lo
único que podemos hacer: darle forma, transformarlo en algo imperecedero, darle
un sentido metafísico, literario, vital… Nuestro dolor, así, es un dolor
compartido. ¿Quién no ha sufrido por amor? ¿Por la pérdida? ¿Por la muerte?
¿Por el olvido, la soledad, el vacío…? Temas universales que, sin embargo, se
sienten tan individuales… Nuestro dolor es único, tan único que las grandes
tragedias podrían construirse basándose en él –¿quién no lo ha sentido así
alguna vez?–. Y al mismo tiempo nuestro dolor es el dolor del ser humano que
sufre porque, ni más ni menos, vive.
Así, sintiéndonos únicos, en soledad, jugamos con las
palabras para que expresen nuestro sufrimiento, para que lo expriman. Buscamos
metáforas, nos entregamos al pincel, perseguimos alivio… (Me viene a la cabeza
una frase de Sharif –poeta y compositor–: “Yo sólo encuentro alivio en el
exilio de mi folio”). Porque quizá las metáforas no sanen, pero su magia –permitidme
ponerme aquí un poco mística– consigue que crezcan flores en tierras
aparentemente baldías. Su magia permite que las palabras rimen, y lloren, y se
unan a otras, y formen sentidos y sinsentidos, y exploten emociones. Parece
incluso que las metáforas consiguen que el dolor, momentáneamente, se rinda,
encerrado, o quizá liberado, en lo inefable.
Y es que, al final, las metáforas lo son porque se basan en
aquello que no podemos definir, aquello que es superior al lenguaje, aquello
que nos arrastra, nos vapulea, nos convierte en ese Sísifo –¿feliz?– del que
hablaba Albert Camus. Estamos en este mundo sin saber con qué propósito, ni qué
camino seguir. Nos perdemos queriendo encontrarnos constantemente. No poseemos
los porqués. Y eso nos hace sentir marionetas, meros engranajes de un mecanismo
que ignoramos. Estamos en la intemperie de Nietzsche, congelándonos. Eso es el
sufrimiento: intemperie, viento, soledad y frío. Mucho frío.
A nuestra salvación acude Julio Cortázar:
¿Por qué, a ciertas horas, es tan necesario decir: “Amé esto”? Amé unos blues, una imagen en la calle, un pobre río seco del norte. Dar testimonio, luchar contra la nada que nos barrerá. Así quedan todavía en el aire del alma esas pequeñas cosas, un gorrioncito que fue de Lesbia, unos blues que ocupan en el recuerdo el sitio menudo de los perfumes, las estampas y los pisapapeles (Rayuela, Cátedra, 2012, pp. 86-87).
¿Por qué es necesario? ¿Por qué son necesarias las palabras
y en definitiva el arte? Porque nos abriga, nos guarece. El arte es en sí un
camino. Así, del sufrimiento se abre una senda dentro de nosotros, una
transformación. Creemos estar dando forma al dolor, e ironías de la vida, es
éste quien está cambiándonos a nosotros. Todo arte es una decisión: elegimos
crear belleza del dolor, elegimos estrellas para ese cielo oscuro y lúgubre.
Sí, las elegimos, las pintamos, las imaginamos… Deshacemos tormentas, nos
abandonamos a la paz de un mar en calma, dejamos que la sal se introduzca en
las heridas… El arte es creación, nos sentimos por primera vez dueños de
nosotros mismos, con todos nuestros escondites, grietas, muros y oscuridades.
Nos aceptamos a través del arte, y aceptamos nuestro dolor, nuestras heridas
ahora cicatrices.
No deja de ser paradójico que la belleza nazca en el
sufrimiento. Pero ¿qué es la vida sino una contradicción? ¿Quién no ha leído, o
admirado, una creación suya anterior y no se ha reconocido? Esa es la trampa:
si nos comprendiésemos a nosotros mismos, si viviésemos instalados en lo
racional, no habría arte. Y ¿qué sería del mundo sin arte?
El artista rehace el mundo por su cuenta. […] El mundo no está nunca en silencio; su mismo mutismo repite eternamente las mismas notas, según las vibraciones que se nos escapan. En cuanto a las que percibimos, nos brindan sonidos, rara vez un acorde, nunca una melodía. Sin embargo existe la música en que las sinfonías acaban, en que la melodía da su forma a unos sonidos que, por sí mismos, no la tienen, en que una disposición privilegiada de las notas saca, por fin, del desorden natural una unidad satisfactoria para el espíritu y el corazón (El hombre rebelde, Alianza Editorial, 2011, p. 298).
El corazón y sus cicatrices: eso somos. Y cuando algo nos
duele en lo más profundo el corazón se abre. Como nunca, se abre. Y sólo en
esos momentos, cuando la tristeza hace hogar en nuestros ojos, el corazón se
expresa con total sinceridad. Una vez herido no le importa exponerse. Y es en
ese instante cuando el arte cumple su cometido. Recoge el mensaje, utiliza cada
lágrima, cada desilusión, y crea. El alma no soporta el silencio.
Una vez alguien cercano, cuando pasaba una mala época
sentimental, me dijo: “Escribe. Escribe ahora. Este es el momento. Nunca se
escribe tan bonito como cuando se está triste”. Y así vivimos: luchando contra
lo absurdo, contra los días grises y las decepciones, contra la muerte y, a
veces, cuando duele, contra la vida. Pero luchamos. El arte es lucha, no
abandono. Incluso desde la tristeza, luchamos. Porque sabemos que ni el mundo,
ni nosotros, existiríamos sin arte. Y, a estas alturas de la vida, sabemos
también que el arte tampoco existiría sin dolor.
Y es que, aunque quizá algún día vuelva a leer esto que
ahora escribo y no me reconozca, sabré que es mío, y que esta contradicción que
sufre a veces y ríe otras, pero siempre lucha, también soy, irremediablemente,
yo.
Rosa García Macías